La vida cotidiana en la Venezuela actual: una perspectiva personal

Vivir en Venezuela hoy en día se siente como estar en una montaña rusa emocional. Cuando me despierto cada mañana, no sé muy bien qué esperar: a veces la electricidad se va por horas, otras veces el internet funciona a medias, y en ocasiones me sorprende que, pese a las dificultades, la gente aún sonríe y se abraza con calidez en la calle. Hay momentos en los que me pregunto cómo hemos llegado hasta este punto, pero también observo la fortaleza de las personas, su capacidad de resistir y de encontrar esperanza en medio de las carencias.

El día a día entre apagones y escasez

Uno de los problemas más visibles es la crisis de los servicios básicos. El agua no llega de forma constante a muchos hogares: puede ser una o dos veces por semana (con suerte) y, aun así, el suministro suele ser de poca presión o de mala calidad. En algunas zonas la gente debe recoger agua de camiones cisterna o caminar varias cuadras con bidones a cuestas. Personalmente, recuerdo cuando antes casi no prestaba atención a si había agua o no; ahora, es casi un ritual revisar el tanque y programar cuándo se puede lavar la ropa o darse una ducha decente.

La electricidad también resulta inestable. No olvido aquella vez que estuve más de un día sin luz y perdí todos los alimentos que guardaba en la nevera. En algunas regiones, sobre todo lejos de la capital, los cortes son más frecuentes y prolongados: hay personas que pasan hasta 10 o 12 horas sin servicio eléctrico. Esto afecta no solo la rutina doméstica, sino el funcionamiento de hospitales, escuelas y negocios.

Mientras tanto, la gasolina, un recurso que fue símbolo de abundancia, ahora es casi un lujo. No es raro ver filas kilométricas en las estaciones de servicio, donde la gente puede pasar horas o incluso días esperando para surtir sus vehículos. Y si tienes la posibilidad de pagarlo en divisas o a precio internacional, las colas son más cortas, pero sigue siendo costoso y engorroso. A veces me sorprendo pensando en cómo llegamos a esto, recordando la época en la que prácticamente el combustible se regalaba.

Hyperinflación, dólares y bolívares

Si hay algo que refleja claramente la crisis, es el colapso económico y la hiperinflación. En mi propia experiencia, el valor del bolívar se ha desplomado tanto que ya nadie confía en él para ahorrar. Casi todos los precios ahora se expresan en dólares, aunque gran parte de la población sigue cobrando su salario en bolívares. La sensación de estar atrapados en una economía dual es agotadora: por un lado, la gente necesita dólares para comprar alimentos, medicamentos y otros productos esenciales; por el otro, no todos tienen acceso a la divisa extranjera.

Muchos trabajadores públicos y pensionados reciben ingresos mensuales que apenas cubren un par de productos básicos. Esto hace que la mayoría busque trabajos adicionales, remesas del exterior o se dedique al comercio informal. Conozco a profesores universitarios que solían ser respetados por su labor académica, y que ahora venden comida en la calle o hacen delivery para ganar algo más de dinero. No es una realidad fácil de asimilar, y sin embargo, la gente se las ingenia para sobrevivir.

El impacto en la salud y la educación

La escasez de medicamentos y la precariedad del sistema de salud son temas que afectan profundamente a las familias. Es desesperante cuando algún familiar enferma y uno tiene que salir corriendo a farmacias de diferentes zonas, pidiendo ayuda a amigos o buscando en redes sociales para encontrar una medicina tan sencilla como un antibiótico. A veces toca recurrir a la ayuda internacional: familiares o amigos en el extranjero que mandan pastillas, insulina o fórmulas infantiles.

Los hospitales públicos, que antes podían ofrecer una atención decente, ahora están en condiciones críticas: falta equipamiento, no siempre hay agua corriente, los médicos hacen esfuerzos heroicos con recursos limitados. En el caso de la educación, las escuelas se ven afectadas por la falta de luz, internet irregular y el éxodo de profesores. Aunque el gobierno ha tratado de imponer métodos a distancia o alternar las clases presenciales, muchos estudiantes ni siquiera cuentan con computadoras o un buen acceso a internet en casa. Conozco maestros que han dejado de dar clases porque el salario no les alcanza y deciden trabajar en cualquier otra cosa para mantener a sus familias.

Polarización y política

La situación política en Venezuela está marcada por la polarización. Están quienes apoyan al gobierno, convencidos de que todos los problemas se deben a sanciones internacionales y a una “guerra económica” externa. Y están aquellos que culpan directamente a las políticas internas, la corrupción y la mala gestión administrativa de muchos años. El panorama es complejo: las sanciones sí han afectado la economía y la posibilidad de realizar transacciones financieras en el extranjero, pero también es cierto que se evidencian casos de corrupción y malos manejos dentro de las instituciones.

He visto discusiones familiares romper relaciones de años por temas políticos. También he visto cómo este desencuentro se traslada a redes sociales, donde hay enfrentamientos verbales muy fuertes. A veces me resulta triste notar cómo la política ha fracturado amistades y lazos familiares. Sin embargo, hay grupos que buscan tender puentes, promoviendo la reconciliación y el entendimiento, recordándonos que, al final, todos somos venezolanos que sufrimos de una forma u otra las consecuencias de la crisis.

Migración y “fuga de cerebros”

Uno de los aspectos más dolorosos de esta situación es la masiva migración de venezolanos que se han marchado buscando oportunidades. Por ejemplo, mi mejor amiga y su esposo decidieron irse a Colombia, dejando atrás su casa y parte de su familia. Al principio se sintieron solos, extrañando la comida típica y el calor humano de su país, pero poco a poco han logrado establecerse y trabajar. Otros amigos se fueron a Chile, Perú, Argentina, España y Estados Unidos. Cada uno con una historia diferente, pero todos con la esperanza de enviar dinero a sus seres queridos y, quizás, algún día volver.

La llamada “fuga de cerebros” es evidente: médicos, ingenieros, científicos, profesores, emprendedores; profesionales altamente calificados que solían nutrir el crecimiento de Venezuela y que ahora aportan su talento en otros lugares. Esta diáspora masiva afecta las posibilidades de recuperación interna, pues el país pierde mucho capital humano, y la reinvención a veces se hace más complicada. Sin embargo, las remesas que esos mismos migrantes envían se han convertido en una especie de salvavidas para quienes se quedan.

La resiliencia del venezolano

A pesar de todo el panorama gris, sigo viendo en la gente una capacidad de adaptarse y encontrar soluciones creativas. Algunos montan negocios de comida a domicilio, ofrecen servicios de transporte, otros hacen trabajos de costura o repostería. Hay quienes, con un teléfono y un poco de internet, se dedican a ofrecer productos por Instagram, WhatsApp o Facebook. La economía informal y el “rebusque” se han convertido en el pan de cada día.

También existen numerosas organizaciones de la sociedad civil que se encargan de recolectar donaciones de comida y medicinas, de dar asistencia a ancianos o a familias en situación de vulnerabilidad. Estos gestos de solidaridad son una luz de esperanza. Me reconforta saber que, incluso en medio de tanta adversidad, todavía hay gente dispuesta a ayudar, a compartir lo poco o mucho que tiene, a armar ollas solidarias o a dar un plato de sopa caliente.

La cultura y la alegría que persisten

Los venezolanos tenemos fama de ser alegres y hospitalarios. Y creo que, aunque la crisis nos haya golpeado duramente, esa esencia no se ha perdido. En los barrios y en las urbanizaciones se organizan pequeños conciertos improvisados, hay fiestas tradicionales en las plazas, y en diciembre la gente sigue luchando por poner un arbolito, hacer hallacas y disfrutar con la familia.

La música llanera, la gaita zuliana, los ritmos caribeños y los bailes tradicionales se sienten como un recordatorio de que, pese a las dificultades, nuestra identidad sigue viva. Cuando la situación se pone muy dura, esa chispa cultural y el calor humano hacen la diferencia.

¿Hay luz al final del túnel?

Hablar de un futuro para Venezuela es complicado. Algunas personas apuestan por cambios graduales, por diálogos y acuerdos políticos que permitan la entrada de inversiones y la recuperación económica. Otros sienten que el país está estancado y que la situación podría empeorar. Sin embargo, yo, como muchos, conservo la esperanza de que haya una transición que beneficie a todos, que se logre reactivar la producción nacional, que regrese la estabilidad en los servicios y que, poco a poco, los migrantes puedan volver, trayendo su experiencia adquirida afuera.

Lo que sí es claro es que el camino no será sencillo: la reconstrucción social y económica exige un compromiso real de todos los sectores, un esfuerzo internacional y, sobre todo, la voluntad de los venezolanos de sanar heridas y trabajar juntos. Es un reto mayúsculo, pero no imposible.

Conclusión

La realidad actual de Venezuela está cargada de contrastes: carencias palpables en el día a día, incertidumbre política y económica, pero también solidaridad, creatividad y una profunda resiliencia en su gente. Es un lugar donde, a pesar de todo, el afecto y la generosidad siguen siendo un rasgo característico. Como persona que vive o ha vivido en este país, me resulta imposible no sentir una mezcla de tristeza por el deterioro de nuestra calidad de vida y, al mismo tiempo, admiración por la fuerza de quienes se levantan cada día para luchar.

Aunque a veces todo parezca oscuro, la historia de los venezolanos demuestra que somos capaces de levantarnos de las crisis más duras. Tal vez no sea sencillo ni rápido, pero la esperanza de volver a ver una Venezuela próspera y unida todavía late en el corazón de millones de personas. Y mientras tanto, seguimos avanzando día a día, con la convicción de que, unidos, podremos construir un futuro mejor.